Un frustrante experimento programático
Las aventuras de la China Iron, Gabriela Cabezón
Cámara
Escribe Enrique D. Zattara
Desde hace bastante se viene
hablando de Gabriela Cabezón Cámara como una figura clave de la
literatura argentina actual que aportaría una mirada nueva desde el universo
feminista-lésbico, de manera que hace un tiempo decidí leerla. Como no es fácil
encontrar literatura argentina en Londres, apelé a lo que pude encontrar en
línea, que fue una novela primeriza llamada La virgen cabeza. Me
encontré con una agradable sorpresa: una visión desenfadada y transgresora
desde una mirada, efectivamente, lésbica pero que no se limitaba a la cuestión
de género sino que se metía con temas como la represión de la dictadura y la
pobreza crónica de grandes sectores de la sociedad. Y sobre todo, me pareció,
capaz de generar la narración desde un lenguaje que sonaba auténtico (quiero
decir, el lenguaje de una trans o travesti de la zona más marginada de la
sociedad, y no como suele ser habitual el de un ilustrado que cuenta sobre una
trans o travesti).
Así que, finalmente, me metí con Las
aventuras de la China Iron, la que todos decían que era su mejor novela. Por
suerte, la leí antes de que su reciente nominación al Booker Prize de
traducciones en el Reino Unido comenzara a inducir la forma de leerla a través
de titulares como el que el diario Página/12 de Buenos Aires usa para una
entrevista a la autora: “Su novela Las
aventuras de la China Iron reescribe el Martín Fierro desde una perspectiva
feminista, poscolonial y LGTB”. Como siempre, el elemento extraliterario prima
a la hora de la crítica más o menos masiva. No se buscan lectores, se busca
público. Si es feminista, LGTB, poscolonial (sólo le falta ser animalista)
tiene público asegurado. Si es buena o mala, es lo de menos. Por suerte, digo,
la leí antes de que mi juicio pudiese contaminarse (positiva o negativamente) por
comentarios como ese.
Debo
confesar que me decepcionó, después de la gran expectativa que me había abierto
La virgen cabeza. Como si a la autora pareciera haberle pesado esa
etiqueta de abanderada del feminismo lésbico en la que el sistema literario la
ha colocado. La novela empieza con toda la potencia transgresora y arrolladora
de la otra, pero a lo largo de sus tres secciones se va desbarrancando hasta
terminar convertida en una especie de caracterización programática de una
utopía feminista a la que como mínimo calificaría de ingenua. No tengo mucho
espacio para desarrollar detalladamente esa crítica, pero trataré de hacerme
entender con razones, y para eso quizás lo mejor sea tomar cada sección por
separado.
La
narradora es Josephine Star Iron (a) la China, la mujer de Martín Fierro que se
queda sola cuando la partida policial se lleva al mítico protagonista del poema
gauchesco que en la literatura argentina funciona a la manera del Quijote.
Así la bautiza la inglesa que la recoge –y perdón por el término- en su viaje
hacia las tierras que su marido ha comprado en la Patagonia: Star porque su
perro se llama Estreya; Iron, obvio, por Fierro. La idea original es brillante:
¿cómo podría contarse el libro básico de la literatura argentina -siglo XIX-
desde la mirada de la mujer abandonada, desde la perspectiva femenina? La
primera parte de la novela, El desierto, transcurre durante el viaje
hacia el sur de la China, de la gringa Elisabeth -quien además de revelarle un
mundo desconocido la hace su amante-, y de un arriero ambiguo llamado Rosario
(Rosario es habitualmente nombre de mujer, pero en la pampa argentina también
es masculino). En la segunda parte, El fortín, los viajeros llegan y
pasan una temporada en una estancia pampeana donde se intenta el singular
experimento de transformar a los “gauchos brutos” en “ciudadanos útiles” -la
utopía progresista de la época, aunque Sarmiento, el presidente al que se
presenta en la historia como el gran impulsor de la educación recomendaba
directamente exterminarlos como a los indios- cuyo mentor y patrón es nada
menos que José Hernández, el autor del poema épico que da origen a la novela.
Finalmente los tres escapan de esa especie de prefiguración de los campos de
concentración montada por el equívoco filántropo y escritor; y en la tercera
parte, Tierra adentro, llegan al territorio dominado por los indios
nativos, donde se encuentran con una especie de Paraíso terrenal donde todo el
mundo es hermoso, vital, entusiasta y libre, donde se han abolido las
diferenciaciones sexuales e intelectuales, los patrimonios, las familias
cerradas, la propiedad y las jerarquías; en medio de una naturaleza casi intocada,
salvaje y armónica con las necesidades humanas; y donde por supuesto mujeres y
hombres y todas sus variantes intermedias tienen los mismos derechos (aunque
sospechamos que son las mujeres las que llevan los pantalones). Una pinturita
de mundo, bah.
Si la
primera parte, como dije, despliega lo mejor del registro literario de Cabezón Cámara,
y plantea una idea de extraordinarias posibilidades en el terreno simbólico
(desmontar la mirada patriarcalista y cipaya de nuestros ilustrados periféricos
decimonónicos); la segunda se regodea en escenas que parecen estar diseñadas
para forzar la transgresión, como si la historia requiriese acudir todo el
tiempo a provocaciones a menudo groseras al pensamiento patriarcalista y a la
tradición histórica y literaria, que suenan más como boutades que como
críticas fundamentadas. Y por fin, qué decir de la tercera parte, donde la
historia se sumerge en una especie de despliegue programático de una utopía
primitivista y pansexual de una ingenuidad pasmosa, y que además de no
convencer, sinceramente aburre.
A
principios de los años 80 del siglo pasado, se publicó en Buenos Aires la
primera novela de un entonces jovencísimo César Aira, Ema, la cautiva,
que provocó una fisura trascendental en un campo literario argentino dominado entonces
por el realismo testimonial. La novela, que como es obvio parodiaba un sistema
literario donde se entrecruzan Echeverría y Flaubert, tiene casi el mismo
itinerario y termina, como esta, en las tolderías de unas tribus indígenas delirantemente
estetizantes y sofisticadas. Era una tomadura de pelo, por supuesto: una
parodia que tomaba en solfa un sistema literario. Me he preguntado si quizás,
esta novela de Cabezón Cámara intenta parodiar a la de Aira. La respuesta posiblemente
sólo la tenga la autora.
En todo
caso, sea como fuere, Las aventuras de la China Iron me parece una
excelente idea de una excelente autora, echada a perder por la conjeturable
intención de convertirse en el estandarte de una temática que, para su
desgracia, el campo literario ligado a la industria editorial y a cierta
crítica académica pegada a las modas, ha entronizado como lo que corresponde
escribir en estos tiempos.
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