Un poema de Enrique D. Zattara
Enrique D. Zattara nació en 1954 en Venado Tuerto (Argentina), y ha vivido en Rosario y Buenos Aires (hasta 1992), en Málaga, España (hasta 2014) y actualmente en Londres (UK). Graduado en Filosofìa por la UNED de Madrid, escritor, crítico literario y periodista, ha sido corresponsal y director de diversos periódicos en Argentina y España, y fundador de varias revistas literarias: Arte Nova y Contrapelo (Buenos Aires), Utopía Poética y Letras Axárquicas (España). Publicó siete libros de poesía, dos novelas, dos libros de relatos (Fotos de la derrota y Ser feliz siempre es posible), y nueve más en diversos géneros.
Es Director del proyecto cultural multimedia El Ojo de la Cultura Hispanoamericana.
Coordina Talleres de Escritura y el Club de Lectura del Instituto Cervantes de
Londres.
Antes del tiempo
de los signos
Alguien, antes de
este puntual silencio detenido
ya ha deseado tu
aventura,
el vaho caliente
de la rosa, blindada o no,
el imperativo
feroz que te dibuja.
Alguien ha
imaginado ya tal vez
esta noche de
almohadas apiladas,
y entre las
sábanas tibias y el velador sombrío
la pasión indómita
del pequeño vigía lombardo.
¿Has subido por tu
propio paso
la tristeza del
violín de Nat en los crepúsculos de Plumfield?
¿Quién, alojado en
lo recóndito de la sangre,
ha imaginado ya a
Sandokán y al Príncipe Valiente?
¿Cuándo empezó
esta fiebre de jinete
cabalgando sonidos
en silencio?
Fue tal vez con un
aroma de eucaliptos,
entre telas
secándose en la estufa
y triviales
revistas que jugaban
a enriquecernos el
vocabulario,
libros de tapa
dura que todo lo sabían
y llegaban por
correo envueltos en papel madera,
ilustraciones
barrocas de la Fabulandia.
Fue entonces, quizás,
un tiempo de ternuras,
cuando la cuesta
del amor ascendía aún sin lluvia,
cuando una risa no
era antesala de la duda,
y el Rey Arturo y
Lancelot bebían de la misma copa.
Alguien y la
mirada de Gertrudis,
inspiradora y vigilante.
Hubo que esperar,
entonces, a que
súbitamente, casi
sin respiro,
Juan Pablo Castel
mate a María,
Mersault fuese
juguete de su oscura indiferencia
y un mundo atroz
sin más dulzuras
abriera su trampilla
hacia la náusea.
Entonces –
Albertito lo recuerda –
fueron fantasmas
de humo las hogueras,
soldaditos de
plomo en el tablero de la furia,
monstruos de
cascada dentadura
que se tragan el
futuro y la agonía,
la avidez un
ardor,
un cilicio la espera.
Y de ese modo
respirando para
adentro
en lo atroz de la
tormenta,
supo que las
palabras tienen un envés,
como las hojas,
y que el fondo del
dolor sólo se alcanza
cuando el dedo
sigiloso pulsa sus aristas
hasta que el filo
desgarra la piel
azul que tiembla
y abre la herida
por donde el lenguaje sangra.
(del libro Veinte epígrafes para un álbum familiar; El Ojo de la Cultura, Londres 2019)
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