Una tragedia contemporánea


Pájaros de verano, dirigida por Cristina Gallego y Ciro Guerra

Novelas, teleseries, música, cine: el narco está de moda y parece que hablar de cárteles y crímenes despiadados garantiza taquilla, como otrora los vampiros o más cercanamente los zombies, cuyas secuelas aún sobreviven.
La pregunta que, probablemente, se hace un artista de cualquiera de estos géneros es: ¿es posible hablar del narcotráfico de otra manera, desde una mirada alternativa?
Ciro Guerra, el colombiano creador de aquella memorable película que se llamó “El abrazo de la serpiente”, esta vez a dúo con la directora Cristina Gallego, parecen querer responder a esa pregunta con este film, no menos deslumbrante, que se estrena el próximo 17 de mayo en las salas londinenses.
Contada a la manera de una historia clásica, a partir de los cantos de un anciano ciego que, como Homero, rememora en verso la tragedia mítica y la destrucción de un pueblo, “Pajaros de verano” (Bird of passage, en su versión inglesa) habla de la guerra de exterminio entre dos familias de una tribu de supervivientes indígenas colombianos, habitantes de la Guajira, los Wayuú, que se enfrentan – como modernos cárteles – por el control de la exportación clandestina de marihuana a los Estados Unidos, en las dos décadas que van de los años 60 al 80 del siglo pasado, hasta fagocitarse mutuamente. La historia – se sugiere – es el primer eslabón de la cadena que conduce a los actuales – y mutantes – imperios del narcotráfico en Colombia y el mundo. O no, conjeturo como opción: es la historia de una guerra de exterminio fraternal, contada tras la fachada del narcotráfico. Lo mismo da. De lo que se habla en “Pájaros de verano”, es mucho más que del tráfico de drogas.
No contaré aquí la trama: lo hace cualquier anuncio y, en rigor, mejor es descubrirla mirando la película en el cine. Quiero detenerme, en cambio, en los aspectos más significativos.
Porque de lo que se habla aquí es de la ruptura paulatina de los ancestrales códigos de convivencia basados en la tradición y el honor, que se dispara no en la dinámica propia de las tribus nativas sino por la intervención de un factor externo: el hombre blanco y su civilización en general, y los Estados Unidos en particular. Basada en formas premercantiles de intercambio que incluyen las relaciones personales y de parentesco, la sociedad Wayúu no puede resistir el impacto del dinero y la tentación de la riqueza. Y es así como se aboca a su propia destrucción. No son quizás las matanzas y la lucha por el dominio del “mercado” lo que puntúa el avance del film, contado en cinco “cantos”; sino la transgresión progresiva de los códigos, la “modernización” de las vestimentas, la proliferación de las armas como única forma final de relación, y la instauración creciente de la ostentación, el kisch y la riqueza (todo ello, sin duda, parte de lo mismo) hasta los límites del grotesco (como la escena surrealista de la vivienda de diseño y amoblamiento  vanguardista de la familia de Rapayet y la matriarca del clan, Úrsula, que se alza solitaria en el medio de un desierto sin límites).
La estética del film, por su parte, es impecable y nada convencional: desde la inicial escena de la danza ritual en la que Zaida es seducida por Rapayet – rito de pasaje a la edad de parimiento -, hasta las escenas en las que sentimos la sensación (no sé qué le pasará a los colombianos) de no estar en Sudamérica sino en la sabana africana o en los páramos de los “western spaghetti”. Un lujo para los sentidos. Las actuaciones, perfectas a pesar de  que –ostensiblemente – la mayoría no son actores profesionales. La película (subtitulada al inglés) está en su mayoría hablada en idioma wayúu, de modo que – eso sí – quizás de un poco de trabajo seguir los diálogos (al menos para los que todavía no dominamos el inglés, que no somos pocos).
Como en las historias clásicas, la irrupción de lo exógeno desencadena unos hechos trágicos que ya están, sin embargo, larvados en los protagonistas. Hay quienes han comparado esta película con “El Padrino”. Cóppola, sin embargo, no defiende los valores tradicionales que cimentan a sus protagonistas; Gallego y Guerra, en cambio, parecen militar más en la defensa de esos valores ancestrales, de las antiguas tradiciones. Quizás, de todos modos, no haya alternativa a la globalización de la humanidad. Pero esa es otra historia.

Enrique Zattara


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