El laberinto humano

Escribe JORGE RAMÍREZ
Cosmópolis. Crónicas de Nueva YorkFabián Saberón. Buenos Aires, Modesto Rimba, 2017.
Durante una estadía en Nueva York, para presentar uno de sus libros, Fabián Saberón escribió entre el verano y el otoño  de 2016 una obra titulada Cosmópolis, en la cual  el cronista  despliega  ante nuestros ojos bocetos vibrantes de la variopinta geografía humana – cuando no francamente excéntrica-  de” la ciudad de las mil caras.”
 Desde luego que todos conocemos a Nueva York, ese  asentamiento humano trazado como unas gigantescas coordenadas cartesianas; ese inmenso estudio de cine por el que hemos deambulando en innúmeras películas e incontables series de televisión. Nueva York, la utopía urbana por excelencia, ubicada en el inconsciente colectivo del mundo, cuyos hitos arquitectónicos,  atracciones turísticas y sitios públicos son  ampliamente reconocidos por los habitantes  de esta aldea global del siglo XXI.
Ahora bien,  no es esta megápolis la que atrae la atención de Saberón ni  tampoco le interesan las intrigas de los dueños de las torres que señorean la ciudad, lo que en realidad lo deja en estado de shock es ver circular por la via pública  las tribus de desahuciados que los citadinos locales han dejado de ver hace ya bastante tiempo: los sin techo, los inmigrantes, los negros y aquellos que llegaron en busca de  una quimera estética en la Gran Manzana y todavía no la han hallado.
Gracias a una larga cita de Fritz Lang, el autor nos revela que la desaparición del diablo como cobrador de cuentas por los pecados cometidos, tan solo deja al dolor como principio regidor de la conducta personal. Esto abre infinitos caminos en la búsqueda del interés propio al tiempo que crea iguales oportunidades para delinquir.
Este es el marco que preside el incesante ajetreo de la gran Babilonia del Norte
“En Nueva York- opina Saberón- no hay límites entre el día y la noche. Nueva York no duerme. Y las relaciones entre el orden y el caos, ocupan una filigrana finísima.”
Saberón ven en los desahuciados, en sus gestos, manerismos y lenguaje los signos de un fracaso  que les llega a cuenta gotas, los síntomas de un sueño tornado en  pesadilla. Es como si estuvieran cumpliendo una condena  con el fondo musical de las sirenas y el zumbar de los los helicópteros.
Atónito, constata la invisibilidad de los desahuciados:  “Dos monjes budistas caminan por el parque Madison en East Village. Se sientan cerca de mi banco. En el mismo lugar está sentado un homeless. Usa barba larga, sucia, hirsuta. Su ropa es oscura y larga. Parece un animal con sueño. Los monjes conversan en una lengua extraña.”
La comunicación no existe entre la trascendencia Oriental y la miseria callejera Occidental, pues ésta última no es el resultado de un pecado sino la consecuencia de haber perdido en la ruleta en la que todos apuestan a diario. El homeless es un loser, en la jerga americana, no un pobre.
 Las circunstancias de los desahuciados le produce tal choque que no duda en afirmar que :”Una mala película de Hollywood no les haría justicia. La realidad es peor que la ficción.” Más adelante describe la reacción de un profesor portorriqueño cuando experimentó la cruda realidad de la metrópolis:  ”Ėl sintió que era ajeno a ese nuevo y desencantado orbe y que un cronista tiene la obligación de contar desde dentro.”  No se puede dorar la píldora, porque los testimonios saltan a la  vista, para el turista curioso. Es testigo de como el silencio y la incomunicación se extienden a la música: “El negro toca y no para. Yo lo miro desde la vereda, a unos metros. El no levanta la cabeza. Sigue inmune y ecuánime. Y su música perdura en las veredas aunque nadie lo mire. Es una partitura para nadie.
El solo de jazz cae sobre Cosmópolis como el atardecer.”
En sus ires y venires por la Gran Manzana, el cronista cuenta con la guía providencial de Renán, un Tolstoi colombiano de luenga barba cana, que se quedó varado en ese laberinto donde prima “el fanatismo vertical” de ser el primero pero que desde luego deja en el basurero humano a quienes todavía creen de que la honestidad es la cualidad fundamental para alcanzar el éxito o la fama. Renán llegó invitado a una exposición para mostrar su trabajo fotográfico  y se quedó allí  en busca del momento único en que la suerte  depara sus “quince minutos” de Gloria. Pero cuando le llegó el momento lo dejo escapar de sus manos. Desde entonces,  anda al acecho de lugares  secretos de los que quiere revelar su aura,  fotografiándolos.
El contrapunto a la libertad salvaje de la ciudad insomne lo presenta la aprehensión,  que no abandona al cronista de principio a fin, en torno a la entropía que va disolviendo todo alrededor suyo. Ni siquiera la presencia cálida de sus dos pequeños hijos-  quienes a ojos vistas han experimentado un estrechamiento de los lazos fraternales durante estas vacaciones- logra conjurar la sensación del implacable acabamiento. Incluso la fama sucumbe o , mejor, pierde el atractivo existencial en presencia de un mundo insensible a la escritura, a la palabra al viento:
“Cómo explicarle a mis hijos
  que sólo soy un sobreviviente.
 Como todos
 he luchado en vano
 he subido ventanas altas
 y busqué el sentido en las cosas insignificantes.
Acepté que el mundo es una torre triste
una herida absurda
y brinde   con amigos por la reunión
el café y la risa fuerte y espontánea.
No puedo explicar por qué
sólo puedo obtener el mínimo amor
 como padre.
Sólo soy un vencido.
La muerte gana todas las batallas.”

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