El palacio de hule, de Paula Natalizio

Escribe ENRIQUE D. ZATTARA

EL PALACIO DE HULE, Paula Natalizio, Ediciones El Ojo de la Cultura
Tal una construcción tan fantástica e imposible como su nombre, El Palacio de Hule se despliega en el límite de la imaginación y la realidad con la fragilidad y al mismo tiempo la consistencia de un material tan versátil como la memoria. Un viaje de un día en una vida que no viaja por el tiempo, porque el tiempo para la Poesía es el eterno retorno del que hablaba Nietzche, pero mucho antes que él la concepción griega de la eternidad, que nada tiene que ver, desde luego, con el tiempo de los relojes.
El viaje dura un día: empieza con el Alba, momento espectral que preanuncia una actitud de asombro y expectativa: Llanto, rompe en lágrimas cuando la luz siembra de vida la mañana; y se cierra – en la espacialidad del Libro .- cuando El día anuncia su fin. En el transcurso, el acaecer de un Yo que discurre en rizoma, que avanza a saltos como en la rayuela infantil,  un viaje de circuitos aleatorios que no establece prioridades entre el primer día de una feroz dictadura asesina, un crepúsculo violeta sobre la laguna de Venecia, la semblanza emocional de una escritora o un encuentro esperado en un barrio del sur de Londres. Un viaje con el cuerpo – el detalle vital, vívido de la experiencia – y con la sensibilidad lúcida del delirio. Un itinerario que no se constituye con la cartografía racional de un mapa, sino como en un patchwork hecho de retazos, de imágenes sólidamente aferradas a su fugacidad, de fragmentos unidos no por la flecha del tiempo sino por un sentido que los atraviesa oculto en la subjetividad  Un viaje, en suma, donde la temporalidad se altera, como si se hiciera realidad aquella tarde adolescente en que la protagonista y alguien más se declaran libres y sin tiempo / y bordan flores para el funeral de Cronos.

¿Es El Palacio de Hule un libro de poemas? Quizás no exactamente, si hemos de aferrarnos a la rígida trivialidad de las taxonomías: conviven allí  poemas de los más diversos géneros y métricas – incluyendo la prosa poética y hasta el haiku -, con  inserciones textuales de pura narratividad, delicados islotes prosaicos que sin sujetar la sutilidad del verso le sugieren un puerto de amarre. Fotografías en arbitrario collage – otro patchwork de significados – que refuerzan la sugerencia. Y – lo que es quizás lo más interesante y arriesgado de esta singular experiencia – conviven en él palabras que progresivamente van adentrándose en esa densa jungla de idiolectos del que se compone el lenguaje cotidiano de aquellos que – como el Yo que se desenvuelve en el libro – conforman una nueva diáspora que cada vez distingue menos Itaca y Odisea.

¿Es El Palacio de Hule un libro de poesía? Claro que sí, ello sí sin duda alguna, porque la poesía es un arte que excede sus propios, específicos componentes (o mejor quizás, porque la poesía es el único arte cuyos componentes exceden su propia materialidad).

Y seguramente porque en El Palacio de Hule – y esto, claro, es meramente una intuición cuya veracidad no podría sostener con argumentos concluyentes, suponiendo que tal cosa exista – la verdadera protagonista, el Yo que este viaje despliega, es, sobre todo, el de la Poesía misma.

Un viaje de un día en una vida que no viaja por el tiempo, porque el tiempo para la Poesía es el eterno retorno del que hablaba Nietzche, pero mucho antes que él la concepción griega de la eternidad, que nada tiene que ver, desde luego, con el tiempo de los relojes.

Por eso, aunque el día anuncia su finel límite es el comienzo.

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