Un ex bogotano en Bogotá

Escribe JUAN TOLEDO 
Los autobuses de Transmilenio proclaman amarla. “Te Amo Bogotá” se lee alternativamente con los del destino en los letreros electrónicos de los articulados autobuses rojos. Pero, aparte del amor impersonal expresado por los vehículos de su transporte público ¿quién de verdad ama a la capital de Colombia? Y más crucial aún; ¿es realmente posible amar a una ciudad como Bogotá?  
Hay quienes la aman pero supongo que se reducen a ciertos gremios específicos como el de los grafiteros -Bogotá es, sin lugar a dudas, la capital del graffiti en el mundo; el de los adictos a los centros comerciales, el de los consumidores de cocaína fumable barata o el de los habitantes que duermen bajo los puentes –Bogotá es posiblemente también la capital mundial de los puentes. No así, quizá también sea amada por el creciente número de ciclistas diurnos y nocturnos; por musicólogos o DJs interesados en la mezcla de ritmos caribeños y hip-hop, por los fumadores de marihuana no genéticamente modificada; por los paseaperros, por los visitantes de iglesias y rezanderos que siempre encuentran las casas de Dios abiertas al público; los degustadores de la comida callejera y –algo muy cercano a mi paladar y estómago- por los amantes de frutas únicas y exóticas ya que Bogotá también es la capital mundial de la fruta.     
 Decir que Bogotá es una ciudad de contrastes es una obviedad crasa. En realidad es una metrópoli aún dividida ideológicamente  –expresada muy fervientemente por los comentarios de la gente sobre sus alcaldes de turno- donde no se habla de clases sociales pero de algo más utilitario y definitivo: estratos sociales. De este modo, un ciudadano de estrato seis vive en un sitio que no es extraño que cueste más que un apartamento en Manhattan o una casa en Londres; mientras que los habitantes de estrato dos y uno les toca vivir una realidad de dignidad averiada y en una pobreza sin atenuantes.
 El desarrollo social en Colombia, al igual que muchas otras naciones latinoamericanas, ha sido, por décadas y por necesidad, darwinista en su modus operandi.  El caos arquitectónico bogotano es un fiel reflejo de ese darwinismo donde el que tiene dinero puede hacer verticalmente lo que bien se le antoje mientras las facultades de arquitectura de las universidades de Los Andes y La Nacional imparten cátedra sobre Le Corbusier, Mies Van der Rohe, Frank Lloyd Wright o Richard Rogers como si sus utopías modernistas ofrecieran soluciones éticas, ecológicas o locales a las condiciones de vida de los barrios de estrato uno o al dantesco estado del tráfico y a la polución de la ciudad o a la deprimente “arquitectura del miedo” que se manifiesta en la cantidad de rejas, alambres de púas y celadores omnipresentes que demandan el número de documento de identidad nacional cada vez que uno entra a un edificio.  
 Las grietas ideológicas son igualmente conspicuas en las diferentes zonas que se han “construido” en el Distrito Especial. El centro de la ciudad, por ejemplo, ha sido casi abandonado a una guerra territorial entre indigentes, comerciantes, vendedores ambulantes y policías. En Bogotá abundan lo que Baudelaire denominó  el “vegetal irregular” es decir el mendigo, el adicto o el alcohólico pero lo impactante de la ciudad es el deterioro en que se encuentran esos vegetales. En contraste, el Parque de la 93 es un mini Miami para aquellos que extrañan vivir en otras latitudes y climas mientras saborean jugos de lúlo o maracuya acompañados de generosas porciones de carne.  La Avenida Caracas, una de las principales vías que cruza la ciudad de norte a sur, es tan fea que uno tan sólo debe alegrarse que el Transmilenio deambule a alta velocidad para evitar ver tantos edificios vacíos, dilapidados o tanto mamarracho escrito sobre las paredes de los edificaciones más heterogéneas mientras que a diez minutos caminando está Chapinero alto donde se encuentran casas estilo Tudor y elegantes viviendas que bien pudiesen haber sido diseñadas por Mondrian o Le Corbusier. Quizá sean construcciones de profesores universitarios o de amantes irredimibles del arte o la historia universal. 
 La casi omnipresencia del grafiti es también tema controvertido ya que fue hasta hace poco permitido por su ex alcalde izquierdista –o populista según a quién se le pregunte- pero quizá esté ahora condenado a volver a ser el arte ilegal que es en muchas ciudades del mundo con el actual burgomaestre elegido hace dos años.  Otra escisión pública y política en líneas cuasi-ideológicas es la de ¿qué hacer con sus vendedores ambulantes? pues ellos constituyen la necesidad nacional del empleo informal.
 Bogotá sufre el síndrome de la ciudad capital y es precisamente el de pertenecerle a todos y a nadie al mismo tiempo. Quienes más la desprecian son aquellos que nacieron en ella, se han marchado y ahora les disgusta la manera en que ha crecido. A ese destino no son ajenas ni Nueva York o Londres y hasta la supuestamente romántica –pero en verdad algo aburrida- París. En cuanto a mi, que he estado alejado de ella ya 30 años, me sorprende y agrada su vitalidad y variedad, la perseverancia de la bicicleta en una sociedad cuyo arribismo hace que se favorezca el uso privado del automóvil sobre cualquier otra forma de transporte. También me agrada sus ciclovías nocturnas, sus días sin carro, sus chuzos y metederos, su comida por doquier, su regulada anarquía, la gentileza y el espíritu cívico de algunos de sus habitantes así como el confort y la calidad de sus espacios privados, incluyendo sus casas y apartamentos.
 Lamento el deterioro de algunas de sus áreas tradicionales, empezando por el centro histórico de La Candelaria –el mismo que Le Corbusier planeó demoler por completo para remplazarlo por su visión fascistoide hecha de un concreto ahistórico cuyo único legado fue la Plaza de Bolivar pero sin estatua. Igualemente deploro esa monstruosidad híbrida de rascacielos-centro comercial que se está construyendo sobre la Calle 19 con Carrera 3ra destinado a ser otro más de los cada vez más anomalías verticales de la ciudad. Me entristece también la extinción casi total de la falda como prenda de vestir, la homogeneidad de la moda femenina de la ciudad, la falta de empanadas de pollo así como el confinamiento de sus gatos con una población canina cada vez más numerosa y de mayor pedigrí.  Y para concluir con mi letanía de lamentos: deploro el triste abandono de muchas de las tradicionales salas de cine que fueron una parte tan importante en la educación sentimental de mi generación, el costo de los libros, el marasmo periodístico de sus noticieros de radio y televisión y por último –y aquí otro ejemplo de su arribismo- el que muchos de sus habitantes crean que Bogotá no puede adquirir madurez urbana hasta que no tenga un Metro que sería inconmensurablemente más costoso y que por décadas no va poder ofrecer solución de transporte masivo a la ciudad a la vez que estaría abierto al tipo de corrupción política y financiera que la ciudad experimentó hace no pocos años con su alcalde Samuel Moreno Rojas, sobrino del único dictador –bastante popular por cierto- que tuvo Colombia el siglo pasado.     
 Pero tal vez el mayor acierto que tiene Bogotá –que en este momento es como una adolescente que vislumbra ya su madurez- es la de sus nuevas generaciones. Sus jóvenes y nuevos profesionales -con su inteligencia, su energía creativa y laboral más su pronunciado cosmopolitanismo y mejor entendimiento de la fuerzas políticas y financieras que operan en el planeamiento y desarrollo de toda conurbación es la mejor apuesta para que la ciudad incorpore un colectivismo que impulse de una vez por toda políticas de calidad de vida por encima de las que sólo buscan mejorar el nivel de consumo y convierta a esa gran planicie andina en un buen sitio no sólo para vivir si no también un lugar placentero para morir. 

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