Cómo empezó "El Ornitorrinco"

Escribe Enrique D. Zattara
Acabo de leer que en estos días se editó en Buenos Aires una edición facsimilar de las tres revistas literarias que el escritor Abelardo Castillo dirigió en los años 60-70-80, y que constituyeron sin duda un acontecimiento irrepetible en ese terreno: “El grillo de papel”, “El escarabajo de oro” y “El ornitorrinco”. Como tengo el orgullo de haber formado parte de la Redacción de esta última desde su inicio, y de en buena medida haber posibilitado su aparición, me pareció oportuno traer a escena algunos recuerdos. Para empezar, contar un hecho que probablemente ni Abelardo conozca: que el primer número de “El ornitorrinco” se financió con dinero de mi abuelo.
Unos años después de haber desembarcado en Buenos Aires desde mi Venado Tuerto natal (previo paso por Rosario), me apunté en un Taller Literario que daba Abelardo en su pequeño departamento de la calle Pueyrredón, que –según siempre contaba- se había comprado años antes con lo recaudado por la histórica puesta en escena de “Israfel”. A Abelardo Castillo lo había conocido (literariamente) por recomendación de Ernesto Sábato, con quien yo entrecrucé algunas cartas a mis quince años. Ya instalado en la capital –más de un lustro más tarde- me pareció el maestro más adecuado para mejorar mis aspiraciones de narrador. En su casa conocí a Liliana Heker y a Silvya Iparraguirre, además de otros escritores memorables como Isidoro Blaistein, Daniel Freidenberg, Cristina Piña, Irene Gruss y más, algunos de los cuales también integraron y otros colaboraron con “El ornitorrinco”. Eran los primeros años de la dictadura militar, y como no existían -obviamente- medios que intentasen al menos mantener viva una cultura alternativa, sobrevolaba el ambiente la idea de resucitar “El escarabajo de oro”. Entusiasmo había: lo que no había era fondos.  
Fue entonces que me ofrecí  a “producir” la reaparición de la mítica revista. Recuerdo que convencí para eso a un amigo, Dardo Aguirre, hijo de un conocido folklorista, al que había conocido en Rosario y que entonces se había mudado también a Buenos Aires. Lo asumimos como parte de un proyecto mayor que teníamos, de conformar una productora cultural (espectáculos y eso), emprendimiento que entre otros notables récords, consiguió por ejemplo que un grupo vocal de la calidad de Los Andariegos tuvieran que poner plata de su propio bolsillo para pagar los gastos de un concierto que les organizamos. Pero en fin, sí que conseguimos el dinero suficiente para financiar el primer número de “El Ornitorrinco”, que salió, si no me falla la memoria, en 1977. Como ni el Negro Dardo ni yo teníamos un cobre, el dinero me lo prestó mi abuelo, sin que –como siempre- se lo pudiese devolver nunca.  Para intentar recuperar el dinero y seguir financiando la revista, organizamos también algunas presentaciones y cosas así. De esas ocasiones, no sé por qué, tengo un recuerdo destacado: en la primera de ellas habíamos previsto varias damajuanas de vino (y nada más) para agasajar a los asistentes, y Silvya tuvo que ir de urgencia al almacén de la esquina a comprar una botella familiar de Coca Cola, porque Abelardo hacía tiempo que había dejado radicalmente de beber alcohol. ¿Cómo nos lo podíamos imaginar con tanto alcohólico en sus cuentos? Por cierto, en aquellos tiempos Abelardo todavía no había publicado ninguna novela, y solía leernos fragmentos de una que estaba escribiendo con el nombre provisional de “Graciela” (que mucho más tarde fue “Crónica de un iniciado”).
Decidido que fue resucitar “El escarabajo…” y puestos en marcha de recopilar los contenidos de la primera edición, surgieron los primeros problemas. Uno de ellos: el nombre. Ni Abelardo ni Liliana querían volver al “Escarabajo” pero había que buscar un nombre que señalase claramente su linaje. Se barajaron nombres durante varios días. El que estuvo más cerca llegó a ser “El barco ebrio”, reivindicando la continuidad poeniana. Pero al fin ganó el criterio zoológico: fue “El ornitorrinco”, animal inclasificable si los hay, mamífero australiano con pico de pato. Toda una identidad. Lo que suponía otra dificultad añadida: encontrar el logo que representase al dichoso bicho. A falta de dibujantes meritorios en el staff, nos abocamos toda una noche (creo que era la casa de Cristina Piña, o quizás de Liliana Heker), a revolver enciclopedias y revistas varias sin dar con una ilustración suficientemente adecuada. Fue precisamente Liliana la que resolvió el drama: encontró un simpático tigrecito con una flor entre los dientes, con un lápiz de fibra negro le rediseñó la parte posterior y otros pequeños detalles, y quedó convertido, en su misma expresión, en “propiamente un ornitorrinco”.  Singular ornito-tigre al que cualquiera que vea un ejemplar de la revista (supongo que incluido el facsímil recientemente editado) podrá reconocer inmediatamente.
No terminaron allí, desde luego, los avatares que antecedieron al ejemplar que ahora se reproduce. El número inicial tuvo que retrasarse unos días sobre el plan original, por un asunto de correcciones. En efecto, un cuento de Liliana Heker incluía la palabra “caca”, y los pudorosos señores de la imprenta lo devolvieron tres veces consecutivas hasta que comprendieron que no era una errata por “cada”, palabra que volvían a poner cada vez que les mandábamos las galeras. Hay muchas más anécdotas, naturalmente, pero  basta con lo presente.
Después del tercer número, dejé “El ornitorrinco” para fundar una revista propia, en 1978, que se llamó “Arte Nova”. No espero que le editen un facsímil, pero me emocionaría que al menos haya quienes la recuerden.

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