La literatura está para cambiar la vida de la gente

Escribe Enrique D. Zattara
La literatura está para cambiarle la vida a la gente. Eso es lo que pensaba –y predicaba- Julio Cortázar, el gran escritor argentino que hubiese cumplido ciento y un años la pasada semana, más exactamente el 26 de Agosto. El escritor no está para entretener al lector, para sacarle jugosas lágrimas ni aconsejarle sabios remedios para su tristeza, sino para conmoverlo en sus fibras más íntimas, lo que significa (con-mover) las estructuras de su propia vida. Cortázar sentía repulsa por lo que llamaba (con un término que hoy, claro, sonaría bastante “políticamente incorrecto”) el “lector hembra”. El lector hembra era, para él, aquel que no compromete su vida en la lectura: el que lee en sus ratos libres, en la playa o en el metro –todavía no existían los teléfonos móviles- no para encontrar algo que cuestione y haga estallar su rutina, sino para llenar el vacío de quien es incapaz siquiera de dejar volar su pensamiento. Por el contrario, Cortázar apelaba a otro tipo de lector: el que lee para involucrarse, para dejar que la literatura se meta en su vida y la modifique. Era su obsesión, que está expresada en toda su obra, puntillosamente.

En “Rayuela” (que a mí me cambió la vida) lo desarrolla casi diría teóricamente, a través de las reflexiones de ese supuesto escritor ignoto llamado Morelli. Pero si hay un cuento en el que esa idea de la literatura está presentada en todo su despliegue (aunque siempre, claro, en el marco de la ficción), es “Continuidad de los parques”. Un hombre, terminada su jornada de ocupaciones y negocios, se sienta en su sillón de terciopelo verde, con sus cigarrillos a mano, con todo el confort a su disposición, de espaldas a la puerta para que nadie lo interrumpa, para terminar una novela que le brinda un momento de evasión. En la novela que lee, una pareja de amantes se conjura para matar a alguien que, indudablemente, es un escollo entre ambos. Subrepticiamente, el protagonismo del relato va pasando del lector a los conjurados, hasta que uno de los personajes (uno de los amantes) se dirige a cumplir su cometido. Entra en una gran casa, atraviesa ciertos cuartos, y cuchillo en mano, se abalanza sobre un hombre que de espaldas a la puerta lee una novela sentado en un sillón de terciopelo verde. La literatura –al menos la buena literatura- parece decir el autor, entra en tu vida aunque no te lo propongas.
No tuve la suerte de conocer a Julio Cortázar, pero casi. En el año 1984, poco antes de morir, volvió por última vez a Buenos Aires, después del regreso de la democracia. En esos días, tuvo un encuentro personal con un nutrido, aunque selecto, grupo de escritores argentinos, ya no recuerdo bien en la casa de cuál de ellos. Desgraciadamente yo no estaba incluido en ese grupo de privilegiados, de manera que –junto a unos cuantos más que adolecíamos de la misma pena- nos juntamos en una mesa del mítico bar La Paz, en Corrientes y Montevideo, a esperar que se nos reuniera uno de los que sí habían tenido la suerte de conversar con Julio, inmediatamente de terminado dicho encuentro. No los abrumaré con anécdotas.
Tuve sí, el enorme privilegio (del que seguramente el propio Cortázar no retuvo mi nombre ni medio segundo, claro) de que el gran narrador leyese un texto mío. Se trata de una crítica a la novela “No habrá más penas ni olvido”, del escritor Osvaldo Soriano, que yo había publicado en un periódico de la resistencia a la dictadura a fines de 1982, y que circulaba por los ámbitos de argentinos exiliados. Cortázar le hizo leer la crítica a su amigo Soriano, por entonces también radicado en París. La novela no salía bien parada en dicha crítica, cosa que simplemente refiero porque –con toda hidalguía- el que me contó la anécdota fue el propio Soriano, algunos años después en Buenos Aires. Entonces, Cortázar ya había muerto. Hoy que escribo estos recuerdos, también está muerto Osvaldo Soriano.
La literatura argentina tiene muchos nombres de extraordinaria valía, y sería muy difícil –e injusto- decir lo más campante quién ha sido el mejor de ellos. Pero en mi caso, el que más me marcó (junto con Ernesto Sábato) fue Julio Cortázar. Conmigo logró plasmar su idea de la literatura: cambiarle la vida a la gente. Seguramente, miles de lectores en el mundo pensarán lo mismo.

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