Una revelación deslumbrante en la nueva literatura latinoamericana

Escribe Enrique D. Zattara
Confieso que no había hecho otro descubrimiento tan grande en la narrativa en castellano  desde que hace unos seis o siete años leí al español Justo Navarro. Acabo de leer la primera novela de un jovencísimo (apenas 28 años) escritor costarricense y portorriqueño a la vez, criado intelectualmente en Princeton y residente hoy entre nosotros, los latinoamericanos de Londres, y todavía –varios días después- no he dejado de disfrutarla. Y lo que es más importante aún: de pensar una y otra vez los mil caminos que abre a la imaginación, el pensamiento, la reflexión creativa.
“Coronel Lágrimas”, de Carlos Fonseca (Anagrama, 2015)  cuenta un día en la vida de un anciano personaje, patético pero entrañable, retirado en un rincón de los Pirineos franceses para inventar en soledad la historia de varias “divas alquímicas”, esbozar un rompecabezas anclado en erráticas tarjetas postales - “Los Vértigos del Siglo”-  o sugerir a su apóstol al otro lado del Atlántico  -su lector- la composición de una “diatriba contra los esfuerzos útiles” compuesto con sus frases y aforismos. Este hombre ha sido un famoso matemático (el autor nos dice que fue Alexander Grothendieck, pero lo mismo da si no nos lo hubiese dicho) hijo de padre anarquista y madre militante y artista, arrastrado en su vida (pero ¿es verdad o una ficción más?) hacia los más diversos itinerarios.
“Nuestro coronel” recuerda, escribe, busca signos en el tapiz inmenso de su propia vida, pero como si fuera una metáfora de cualquiera de nosotros, sufre de “prosopagnosia”, enfermedad definida médicamente (con inevitable acento poético) como “la interrupción selectiva de la percepción de rostros, tanto del propio como del de los demás, los que pueden ser vistos pero no reconocidos como los que son propios de determinada persona”. Las ficciones del coronel, su colección incesante de recuerdos, la realidad que se filtra desde la televisión o en escondidos documentos en el fondo de sus gavetas, se organizan imperceptiblemente en un discurso que sugiere los volcanes que pintaba su madre, la madre ausente que reaparece y vuelve a desaparecer en retazos de su recuerdo.
Chana Abramov, como Cezanne, pinta incesantemente el paisaje –el volcán mexicano- que ve desde su ventana. Como Cezanne, los contornos del paisaje se vuelven cada vez más abstractos, planos que ya no son piedra y lava sino meros espacios coloreados, simplificaciones en viaje hacia las formas puras. Pero a diferencia de Cezanne, en el volcán de Chana Abramov hubo originalmente personajes, héroes de historia o historieta, que ella ha ido borrando, tapando obsesivamente antes de arribar a la versión definitiva: hubo historia, algo se ha narrado, pero sólo queda la esencia, la ecuación lineal o espacial que unifica la experiencia. Como la ecuación que el coronel repite una y otra vez, ecuación que copia la circularidad infinita y agresiva de un alambre de púas que copia la historia, personal y colectiva. Pero ¿qué escribe el coronel, qué construye y reconstruye en esa jornada pirenaica? Como sus heroínas alquímicas, conjura sus culpas con el veneno que cura el veneno: lo similar cura lo semejante, frase fundante de la ¿ciencia? homeopática. ¿Y de la literatura?
Pero al mismo tiempo que cuenta la historia de las divas, esboza su fragmentario Vértigo, o sugiere su tratado contra los esfuerzos útiles, el coronel crea su lector. Maximiliano Cienfuegos, cruza de apellido arquetípico de la América profunda y nombre del trágico soberano de un imperio alucinado que acabó fusilado sin llegar a comprender  nada de su destino, es el lector perfecto del coronel  al otro lado del océano. Pero en el anverso de Maximiliano, somos nosotros mismos, los lectores de la novela que cuenta la errática jornada del coronel, quienes creamos al coronel.
Y en ello quisiera detenerme dejando por ahora de lado -por obvias razones de espacio- la multitud interminable de sugerencias que provoca este “Coronel Lágrimas”. Me refiero al punto de vista del narrador. Fonseca narra en primera persona del plural, quizás sugiriendo sesgadamente –distorsionando- el “plural mayestático”. El “plural mayestático” permite –más que compartir- delegar el gesto: “condenamos al reo” en nombre del “Estado de derecho” o de “La Nación y el pueblo” dice el Juez; y el Papa romano: lo decretamos Dios y Yo. No es nuestra decisión, nuestra responsabilidad, porque la compartimos con la autoridad que nos la confiere. ¿Quién comparte, quien es el cómplice que autoriza al narrador a indagar en la vida de este coronel que nunca ha sido coronel, a seguirle los pasos no sólo en un día de cotidianos avatares (el coronel escribe, el coronel come con gula, el coronel se baña y duerme la siesta, el coronel bebe su ron que lo aproxima a la madrugada), o en los desconcertantes vericuetos de su memoria, sino incluso hurgando con clandestinidad en sus gavetas, en  ocultos documentos mientras el anciano no NOS ve?  Somos nosotros, los lectores, quienes hemos quedado inevitablemente involucrados, comprometidos compulsivamente con esa indagación algo impudorosa.
Con un arte de prestidigitación, el autor nos delega la función de titiriteros, completando esa cadena en la que el viejo coronel que no es coronel convoca a su teatrillo infantil de marionetas  o escribe la vida de sus divas alquímicas, tan etéreas y a medio construir como la reconstrucción de la historia de un siglo en un rompecabezas de tarjetas postales, que sin embargo quieren hacerse ecuación matemática: una ecuación encriptada capaz de resumir al mismo tiempo el secreto de la historia y de la vida. Somos NOSOTROS quienes vamos creando, escribiendo (que es al mismo tiempo leer: como en la vida, leemos un libro que estamos escribiendo nosotros mismos), componiendo con pedazos de memoria y fantasía a este anacoreta de mil máscaras que en su retiro de los Pirineos crea, escribe (lee) a su vez a sus divas y al “Los Vértigos del Siglo”. (Imposible, aquí, no recibir el eco del Borges de “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza…?”). ¿Puede al final la literatura, una ecuación de signos, explicar la vida? Pero ¿es que puede hacerlo, siquiera, la ecuación de la tan anhelada “Teoría Unificada”?
Y por fin, para acabar: ¿por qué “el coronel”? ¿En qué guerra ha sido coronel este misántropo, matemático, incesante creador de ficciones, que proyecta con fragmentos Los Vértigos del Siglo? La guerra es, claro, su guerra, pero es la guerra de todos, es la historia misma.  La historia, como el alocado desfile de imágenes televisivas que el coronel vislumbra en su zapping de borracho .
¿No será este “coronel” en los Pirineos la sombra alucinada de otro coronel que, en su agobiante pueblito caribeño, esperaba infinitamente –como Godot- recibir su pensión de guerra?  ¿No será este fragmentario, escorzado vértigo del siglo la sombra quebrada, discontinua -la única forma que queda quizás de contar de verdad la historia- de aquellos cien años de soledad que otro  escritor latinoamericano convirtió en fetiche a confrontar cada vez que un escribidor de ficciones del Nuevo Mundo toma la pluma –el teclado, la pantalla del ordenador- para la necesaria faena de matar al padre?

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